Hubo una vez una joven muy bella que no tenía
padres, sino madrastra, una viuda impertinente con dos hijas a cual más fea. Era ella
quien hacía los trabajos más duros de la casa y como sus vestidos estaban siempre tan
manchados de ceniza, todos la llamaban Cenicienta.

Un día el Rey de aquel país anunció que iba
a dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las jóvenes casaderas del reino.
- Tú
Cenicienta, no irás -dijo la madrastra-. Te quedarás en casa fregando el suelo y
preparando la cena para cuando volvamos.

- ¿Por
qué seré tan desgraciada? -exclamó-. De pronto se le apareció su Hada Madrina.


- No te
preocupes -exclamó el Hada-. Tu también podrás ir al baile, pero con una condición,
que cuando el reloj de Palacio dé las doce campanadas tendrás que regresar sin falta. Y
tocándola con su varita mágica la transformó en una maravillosa joven.